Teníamos prisa, el camino era largo y desconocido. Debíamos llegar a la zona de acampar antes de que se ocultara el sol.
Entre los claros del bosque oí el mar, y recuerdo a mi corazón palpitar con la exaltación invasiva de cuando sientes aproximarse a tu amado. Esa emoción del encuentro, de las primera veces, de saborear la cercanía de lo anhelado, del mar.
Había decidido ir hasta al otro lado del mundo para saber qué existía más allá de ese borde.
Como quien fragua un encuentro de un padre y un hijo que no se ven hace mucho tiempo, contaba entre mis más profundos deseos acercar el Caribe, que llevo en mis venas, al Pacífico que aguardaba.
Llegamos al final del risco justo antes del ocaso y allí estaba la inmensidad. La emoción desbordante invadió mis sentidos, suspiré profundo y ajusté mi mochila para poder bajar por el terreno empinado. Ya en el lugar soltamos las cargas y corrimos a la orilla.
Pero ésta no se parecía a otras orillas, o al menos a ninguna de las que había visto antes. Me quité las botas y las medias, y sin reparo emprendí una carrera con los brazos abiertos hacia el horizonte.
Esa noche después de armar la tienda en el sitio de resguardo, cenar y almacenar los alimentos en el contenedor a prueba de osos, sentadas en el tronco gigante de un árbol, contemplamos un espectáculo maravilloso: La vía láctea en pleno. Y ante mis ojos por primera vez. Celebré con pequeños gritos de victoria divisar 7 estrellas fugaces. Después de eso me acosté en la arena y me tomé unos segundos para procesar todo lo que estaba viviendo ese día. Sentí desde el profundo silencio que me habitaba, que todo el universo estaba dentro de mi. Cerré los ojos. Sonreí.
Volví a unirme a mis amigas y emocionadas identificamos constelaciones, tarareamos canciones y tiritamos de frío.
Bajo el cielo estrellado les agradecí la aventura de haber atravesado en carro todo el estado de Washington, para cumplir mi deseo de cumpleaños: conocer el Pacific NorthWest.
Me sentí inmensamente afortunada. Era muy feliz y cada átomo de mi cuerpo lo sabía.

Hicimos una ruta memorable antes y después de llegar a Shi Shi Beach, ese punto específico en el mapa al que quería ir; pero cada destino que visitamos y el camino que nos condujo a ellos, fue increíble. Así que hay muchas más historias en torno a este viaje.
Con este post hago reconocimiento al valor de la amistad, y confirmo mi premisa de que la suerte son los amigos.
Siempre atesoraré en la memoria este viaje y en mi corazón a mi amiga Aivett, por darme su tiempo y esmero: No todos tienen la fortuna de tener a alguien que maneje 3 horas para recogerte en Seattle, llevarte a conocer la ciudad, partir luego a Portland a catar cerveza y comer donas, para seguir a explorar las riberas del Monte Hood acompañadas de un jaguar (que por fortuna solo nos custodió), mostrarte la belleza inconmensurable de Oregon, con todas esas cascadas que te dejan sin aliento, y que vuelves a recuperar mientras cantan en las carreteras que llevan al sur de Washington. Darte una bici para pedalear por Richland, internarse en el Monte Rainier en una nevada, atravesar todo el estado verde hasta el norte, saltar ríos, pasar el frío del otoño en aguas termales, desayunar con bambi, treparse sobre una mesa como un acto inútil ante un rugido lejano de (juro que era) un oso, dormir a orillas de lagos, llegar a la costa, caminar en territorio de lobos y vampiros, mirar el mundo desde el punto más al norte de la costa oeste de los Estados Unidos, saborear la vida de esta forma espléndida.
Mi profunda gratitud y mi amor incondicional.






Hermoso relato, me transportaste a tu viaje y me sentí parte de esa maravillosa aventura <3
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